La Habana, ciudad sin terminar
por Alejo Carpentier
Allá por los años en que se inició la otra guerra europea, existía en La Habana una fauna singular, integrada por seres que de ningún modo podían aspirar al título de “útiles a la sociedad”. Me refiero a los coleccionistas de postalitas Susini [Marca de cigarros en cuyas cajetillas venían las postalitas].
Como deben recordar aquellos que ya han doblado el temible cabo de los treinta años, las postalitas de Susini integraban un álbum de trescientas casillas que pretendían sintetizar, por medio de figuras tituladas: “Jefe de Estado”, “Tipo de Hombre”, “Tipo de Mujer”, “Paisaje”, etc., el alma, tradición y forma de treinta naciones del orbe. Las postalitas de Susini hacían furor. Se cotizaban, se jugaban, se trocaban. Existía una banca de ellas en los soportales próximos a la esquina de Zanja y Galiano -histórica esquina de la que partían unos tranvías eléctricos que conducían, en cuarenta minutos, incluyendo un trasbordo, a una playa con barracones destinados a enclaustrar dentro del agua a las mujeres honestas.
Confieso que yo también integré, en mis años de colegio, la fauna de los coleccionistas de postalitas de Susini. Y debo reconocer que a esta primera actividad desligada de mis estudios, debo una de las primeras enseñanzas útiles que me haya dado la existencia.
Mientras mi álbum estuvo incompleto, mientras las casillas grises bostezaban de tedio, esperando la figurita iluminada con tintas movidas, sentía renacer en mí, cada mañana, las ansias y emociones del coleccionista. Pero, el día en que “Paraguay, el 10” –era un paisaje feísimo- quedó adherido álbum con un poco de maloliente goma de pescado, tuve la impresión de que algo se rompía en mi vida. Aquel álbum había dejado de pertenecer al presente, para perderse en el pasado. Perdía todo interés. Era obra acabada, ajena a todas las angustias de la concepción.
Comprendí entonces que, para el coleccionista, el placer de una colección estriba solamente en el trabajo de reunirla. Es amor por la obra en camino –Work in progress diría James Joyce. Una vez terminada, la colección va a perderse en la polvorienta oscuridad de los desvanes.
Al deambular por esta Habana que amo más que cualquier otra ciudad en el mundo, me he preguntado muchas veces si sus destinos no han sido regidos siempre por unos fabulosos coleccionistas de casas, avenidas, muelles, parques y edificios públicos. Es decir: por hombres que temen ver terminado su placer al lograr una obra perfecta.
Porque todos los elementos de la perfección coexisten en La Habana: un malecón comparable únicamente con los de Niza y Río de Janeiro; un clima que propicia flores en todos los tiempos; un cielo que no cubre los pavimentos con lodos grises; una situación geográfica que pone decoración de mar, nubes o sol al final de cada calle…
Y sin embargo…
La Habana es la ciudad de lo inacabado, de lo cojo, de lo asimétrico, de lo abandonado. Desde niños estamos habituados a tropezarnos, cada día, con solares yermos, donde se amontonan latas cada vez más seculares, desperdicios cada vez más diversos. Durante años padecimos el desierto en donde habría de alzarse el Capitolio, cubierto de ruinas evocadoras de las primeras grandes “mangaderas” [Manera popular de aludir, en particular, a las sustracciones del erario público por avispados políticos y funcionarios] de nuestra vida republicana. (Al menos tenían un valor histórico). Durante años hemos estado padeciendo aquel erial que se extendía a un costado de la Terminal, ofreciendo al viajero que llegaba de la provincia, un panorama capitalino lleno de acusaciones. Pero aún quedan otros…
Me dirán los optimistas que esos terrenos abandonados en pleno centro de la capital suelen ser útiles a las novenas de pelota que en ellos sientan sus fueros de bate y mascota los domingos. Pero a ello podría objetarse que esta inesperada contribución a la Comisión de Deportes resulta – y es lo menos que pueda decirse- oficiosa y casi indeseable.
Para desgracia nuestra, el Malecón fue poblado de casas de épocas en que los contratistas catalanes hacían estragos en nuestras avenidas y repartos, con sus columnas compradas al por mayor y balaustradas a tanto el metro. Pero también debe reconocerse que se ha hecho muy poco por embellecer ese “corso” que disfruta del adorno de puestas de sol únicas en el mundo. La explanada de La Punta –remate del Prado- se ha transformado, después de su ensanche, en un pedregal, donde hasta los perros temen aventurarse por miedo a lastimarse las patas. ¡Y no hablemos del extraño sedimento de glorieta, resto de algo informe, que nos hace pensar en ciertas fotos recientes de bombardeos de Londres!… sic transit…
Hay avenidas en el Vedado que, desde hace mucho tiempo, se asemejan a parques reservados americanos, ya que parecen terreno tabú para la mano del hombre de Obras Públicas… ¿O será que con ello pretende impedirse la desaparición de ricas especies de guisasos?…
Transcurre el tiempo y nos habituamos a tropezarnos con los mismos terrenos cercados por las mismas vallas; con las mismas casas a medio construir, con las mismas aceras hundidas en torno a una placa de alcantarilla mohosa… Y creemos recordar que en un yermo situado al costado del Parque Maceo se alzaba, antaño, una iglesia que, por lo menos, tenía un cierto valor histórico… Pero ese edificio cayó bajo la piqueta demoledora y desde entonces, solo florecieron tiovivos y tiros al blanco…
Y no hablemos del hermano bache que nos espera en todas partes, dando muestras de un prodigioso don de ubicuidad… Todos aquellos que tienen a veces la desgracia de guiar un automóvil por las calles de La Habana, se habitúan a esquivar amorosamente ciertos baches, como si quisieran preservarlos de toda lastimadura… Según los recorridos impuestos por obligaciones o lugares de residencia, esos baches cobran categoría de viejos parientes, análogos a aquellos que no nos agrada ver a menudo, pero que tratamos con cariño cuando el azar los coloca en nuestro camino… Y poco a poco, surge en el automovilista un arbitrario sentido de la propiedad, que se traduce en conversaciones de esta índole.
– Hay un bache redondo, en mi calle, que es una maravilla.
– Pues yo tengo uno, alargado, de esos que deben cogerse diagonalmente, que resulta incomparable… Mire que lo conozco bien… y sin embargo, la otra noche, por olvidarlo y “entrarle” de frente, me ha llevado una hoja de muelle…
– ¿Usted conoce el profundo bache circular que se encuentra, subiendo, entre el Vedado Tennis y “Las Culebrinas”?
– ¡Cómo no!… es de los que levantan en peso…
– ¿Y el que está a la entrada de la Primera Avenida?…
– ¡Una bañadera cuando llueve! Gracias a ese bache he aprendido a utilizar la segunda…
Y esta conversación apasionada suele prolongarse durante horas.
¿Pero qué queréis?… La Habana es ciudad atendida por coleccionistas. Y, como os decía hace un instante, una obra terminada destruye el placer de aquellos que reúnen, a capricho, edificios, calles y avenidas… Por lo tanto, mucho me temo que La Habana permanezca ciudad inconclusa por mucho tiempo.
En vista de ello, sería oportuno fundar una “Sociedad protectora de baches y yermos” para tener, al menos la soberbia de poder decir a los turistas que estos se encuentran donde se encuentran por nuestra santa y enérgica voluntad.
10 de diciembre de 1940
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